Etiquetas

miércoles, 2 de abril de 2014

La esencia.

Imaginaos que todo el espacio estuviese ocupado por una masa de una sustancia etérea que se expande ilimitadamente por él. No lo hace de forma constante, como pudiera ser el agua en el mar, cuya densidad es, a groso modo, constante. Imaginaos que esa sustancia tenga predilección por las cosas vivas. Se condensara cerca de donde haya seres vivos. Un árbol, un insecto, un pájaro, una persona… Imaginaos también que en segundo lugar, tuviera predilección por las cosas inertes.
Por ejemplo, en un prado, las zonas donde más condensada estuviera esa sustancia sería en el suelo, cerca de la suave y fresca hierba, junto a los árboles que compongan el paisaje. Si hubiese un hormiguero en el suelo, ahí estaría más condensada que donde sólo hubiera hierba. Después, en menor medida, estaría condensada junto a grandes rocas, tierra yerma, chinarros del suelo… La concentración, digamos, que habría en esas zonas sería muy pequeña en comparación con la que hay cerca de una hoja verde de un árbol. Y por último, en donde menos sustancia habría sería en el aire mismo.
Como he dicho, todo el espacio estaría ocupado por ella, pero en el aire sería como si fuera inexistente, sin llegar a serlo.
Imaginaos ahora, que esa sustancia es necesaria para que todos los procesos que se dan en el mundo fuesen posibles. El calor, la luz, el movimiento y el resto de procesos físicos y químicos que sabemos que existen en el mundo. Sin esta sustancia, no seríamos capaces ni de ver, ni de oler, ni de oir. El sol no nos calentaría, no podríamos movernos. No habría vida. Ni habría universo.

Pues bien, esta es la historia de un hombre que, trágicamente, aprendió a usar esa sustancia a placer. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario