Imaginaos
que todo el espacio estuviese ocupado por una masa de una sustancia etérea que
se expande ilimitadamente por él. No lo hace de forma constante, como pudiera
ser el agua en el mar, cuya densidad es, a groso modo, constante. Imaginaos que
esa sustancia tenga predilección por las cosas vivas. Se condensara cerca de
donde haya seres vivos. Un árbol, un insecto, un pájaro, una persona… Imaginaos
también que en segundo lugar, tuviera predilección por las cosas inertes.
Por
ejemplo, en un prado, las zonas donde más condensada estuviera esa sustancia
sería en el suelo, cerca de la suave y fresca hierba, junto a los árboles que
compongan el paisaje. Si hubiese un hormiguero en el suelo, ahí estaría más
condensada que donde sólo hubiera hierba. Después, en menor medida, estaría
condensada junto a grandes rocas, tierra yerma, chinarros del suelo… La
concentración, digamos, que habría en esas zonas sería muy pequeña en
comparación con la que hay cerca de una hoja verde de un árbol. Y por último,
en donde menos sustancia habría sería en el aire mismo.
Como he
dicho, todo el espacio estaría ocupado por ella, pero en el aire sería como si
fuera inexistente, sin llegar a serlo.
Imaginaos
ahora, que esa sustancia es necesaria para que todos los procesos que se dan en
el mundo fuesen posibles. El calor, la luz, el movimiento y el resto de
procesos físicos y químicos que sabemos que existen en el mundo. Sin esta
sustancia, no seríamos capaces ni de ver, ni de oler, ni de oir. El sol no nos
calentaría, no podríamos movernos. No habría vida. Ni habría universo.
Pues
bien, esta es la historia de un hombre que, trágicamente, aprendió a usar esa
sustancia a placer.
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