Empezó
por controlar su respiración. Cerró los ojos. Tumbado boca abajo en la fina
hierba, notó la presión en el vientre y el pecho cada vez más pausada. Oía
pájaros por encima de su cabeza. De vez en cuando el viento agitaba las ramas de
los árboles más altos, y estas crujían y emitían sonidos al rozarse unas con
otras. Sonidos casi imperceptibles para la gran mayoría de oídos. Lo rodeaba el
zumbido de los insectos revoloteando entre las flores. Conforme el ritmo de su
respiración iba disminuyendo era capaz de captar más cosas. El sonido del
viento a través de las hojas, el característico ruido de una semilla golpeada
por un pájaro que intenta abrirla. El lejano rumor de un río, el berrido de un
ciervo al otro lado del valle.
Tensó
todo su cuerpo, preparado para actuar. Aun así, el compás de su respiración no
se alteró lo más mínimo, parecía un cadáver. Se concentró. Entre él y su presa
había al menos trescientos metros. Esperó un momento y volvió a oír el berreo.
Corrigió lentamente su postura, colocándose en sintonía con la dirección en la
que debía estar el animal. En el valle, los sonidos engañan. Nunca provienen
directamente de donde primero crees que vienen. Y además aquél día había
viento. Poco a poco abrió los ojos. El resplandor cegador en contraste con la
sombría visión de la luz a través de sus párpados no lo sorprendió. No hacía
mucho que había pasado el mediodía, el sol todavía estaba alto. Los pájaros silbaban alegremente mientras su
vista se acostumbraba. Pudo contemplar de nuevo el tono marrón del tronco que
tenía atravesado delante de sí, haciéndole de pantalla. La hierba por debajo de
él era de un verde mate intenso. Rayos de sol se filtraban entre las ramas de
la bóveda. Era un lugar mágico. Era su hogar. Los troncos anchos estaban
cubiertos de lianas y enredaderas que trepaban por ellos buscando una fuente de
luz más potente que la poca que había bajo la cubierta vegetal. El berrido
volvió a resonar alto en el seno del valle. Se concentró aún más.
Esta
vez, no tenía que bajar su respiración, no buscaba sonidos. Ni siquiera
pretendía poder localizar la posición de un animal en un valle con algo de aire
en movimiento. Esta vez era muy distinto, mucho más profundo. Lo que buscaba
ahora estaba en todas partes, lo bañaba todo.
No
cerró los ojos, pues había aprendido a captar la esencia con su vista. Poco a
poco fue dejando que su ser se uniera con su entorno. Se sumió en un estado
psíquico que había aprendido con mucha paciencia, soledad, y sacrificio. Al
cabo de un rato, todo su cuerpo estaba cubierto de un sudor frío, producto de
la esfuerzo. El tiempo dejó de ser un concepto. El valle dejó la forma que
tenía hasta ese momento para convertirse en una distribución irregular de
aquella esencia que había aprendido a contemplar. Y a manipular. Siguió
aumentando el nivel de concentración. Podía contemplar distintas formas, más o
menos precisas, constituidas por la esencia. Divisó una en particular que se
parecía mucho a un boceto difuminado de un animal alto, regio, provisto de una
poderosa cornamenta. Pudo haber transcurrido un segundo o una eternidad, pero
consiguió lo que se proponía. Llegó al estado en que podía ordenarle a esa
sustancia que se fuese, y lo haría. Pero aquello sería una terrible insensatez.
Lo que hizo fue mucho más fácil, menos peligroso y totalmente indoloro para su
víctima. Le ordenó a la sustancia que abandonara el cuerpo de aquel animal. Y
al instante, se oyó el sonido sordo de un cuerpo al desplomarse en el suelo.
Dejó
que aquel estado lo abandonase poco a poco. Lentamente fue recuperando su
movilidad. Volvió a coger un ritmo respiratorio más dinámico. Al rato, se dio
la vuelta sobre sí mismo y se incorporó. El sol seguía alto. Los pájaros
seguían entonando sus canciones, como si no hubiesen percibido nada. Una abeja
pasó zumbando junto a su oído, y él disfrutó durante ese instante de la
naturaleza. Se espolsó suavemente los restos de hierba que se habían adherido a
sus prendas. Se acercó a la apertura del tronco hueco y extrajo de aquel su
mochila. Se pasó un tirante por el hombro izquierdo y, silbando alegremente, se
dirigió hacia donde le esperaba la comida de los próximos días.
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