La fina
lluvia mojaba todo a su alrededor. El cielo encapotado apenas dejaba traslucir
la tenue luz de aquella luna llena que había sido su lucero hasta llegar allí
aquella noche. Sus pasos levantaban el rumor de un húmedo chapoteo mientras que
más allá de la cortina de agua no se podía oír nada. Un oído común y corriente
no podía oír nada. Pero claro, el suyo no era un oído común y corriente.
El
ritmo de sus pasos era un eco del goteo en los charcos. Pese a la violencia que
podía liberar en ciertos momentos, en ese instante en concreto procuraba
levantar el mínimo rumor posible. Dada la velocidad, todo a su paso quedaba
relegado a meras manchas borrosas que desaparecían a ambos lados. En frente, la
oscuridad lo anegaba todo. La única guía que tenía era el débil ruido que
deambulaba en la frenética estampida del viento contra sus sentidos. Estaba
calado hasta los huesos, y nunca mejor dicho. La herida del costado le producía
un delirio constante, puesto que no se podía sanar correctamente si no dejaba
de correr.
Pero
dejar de correr por una herida, por grave que fuese, era como dejar la vida por
intentar seguir vivo.
La
situación se había visto comprometida por su culpa. Por la culpa de ese
individuo. Por culpa de su mala suerte, por culpa del mundo entero y de su
arrogante ansia de poder. Y por culpa de ella. Si ella no hubiera estado allí en
ese preciso instante…
Sacudió
la cabeza y desde su pelo, un mar emergió como un tsunami contra la negra
noche. Apartó cualquier pensamiento que pudiera desviar su atención de lo único
importante en aquel momento. Correr.
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