Había
aprendido qué madera era mejor para hacer arcos. Había hecho flechas con punta
de piedra tan afilada que atravesaban la densa piel de los osos. Había
aprendido a utilizar estas armas. Incluso había aprendido a utilizar la espada,
aunque estaba lejos de ser un guerrero decente con ellas. En la primera
escaramuza contra las caravanas de bandidos se había abastecido de cosas que
llevaba tiempo sin ver. Algunas ni recordaba para que se usaban. Pero tardó
poco en darles utilidad. Se había hecho con mochilas, con hilo de tripa y
agujas de hueso. Tenía especias. Tenía cuencos mejores que los que se había
apañado para hacer. Ahora podía tener una reserva considerable de agua en las cavernas
sin tener que bajar hasta el río constantemente. Tenía cuchillos, clavos,
herramientas. Tenía flechas buenas, y arcos decentes. Aunque el último que
había hecho el mismo llegaba más lejos y con mayor precisión que ninguno de los
que había conseguido por el momento. A excepción del único que encontró en la
última caravana. La última caravana.
De nuevo lo llenó esa sensación tan agradable.
Orgullo. Se sentía orgulloso de su mayor éxito.
Leed y opinad, pues ese es el objetivo para con el blog, que será cumplido por vosotros. :P
miércoles, 2 de abril de 2014
Correr.
La fina
lluvia mojaba todo a su alrededor. El cielo encapotado apenas dejaba traslucir
la tenue luz de aquella luna llena que había sido su lucero hasta llegar allí
aquella noche. Sus pasos levantaban el rumor de un húmedo chapoteo mientras que
más allá de la cortina de agua no se podía oír nada. Un oído común y corriente
no podía oír nada. Pero claro, el suyo no era un oído común y corriente.
El
ritmo de sus pasos era un eco del goteo en los charcos. Pese a la violencia que
podía liberar en ciertos momentos, en ese instante en concreto procuraba
levantar el mínimo rumor posible. Dada la velocidad, todo a su paso quedaba
relegado a meras manchas borrosas que desaparecían a ambos lados. En frente, la
oscuridad lo anegaba todo. La única guía que tenía era el débil ruido que
deambulaba en la frenética estampida del viento contra sus sentidos. Estaba
calado hasta los huesos, y nunca mejor dicho. La herida del costado le producía
un delirio constante, puesto que no se podía sanar correctamente si no dejaba
de correr.
Pero
dejar de correr por una herida, por grave que fuese, era como dejar la vida por
intentar seguir vivo.
La
situación se había visto comprometida por su culpa. Por la culpa de ese
individuo. Por culpa de su mala suerte, por culpa del mundo entero y de su
arrogante ansia de poder. Y por culpa de ella. Si ella no hubiera estado allí en
ese preciso instante…
Sacudió
la cabeza y desde su pelo, un mar emergió como un tsunami contra la negra
noche. Apartó cualquier pensamiento que pudiera desviar su atención de lo único
importante en aquel momento. Correr.
La esencia.
Imaginaos
que todo el espacio estuviese ocupado por una masa de una sustancia etérea que
se expande ilimitadamente por él. No lo hace de forma constante, como pudiera
ser el agua en el mar, cuya densidad es, a groso modo, constante. Imaginaos que
esa sustancia tenga predilección por las cosas vivas. Se condensara cerca de
donde haya seres vivos. Un árbol, un insecto, un pájaro, una persona… Imaginaos
también que en segundo lugar, tuviera predilección por las cosas inertes.
Por
ejemplo, en un prado, las zonas donde más condensada estuviera esa sustancia
sería en el suelo, cerca de la suave y fresca hierba, junto a los árboles que
compongan el paisaje. Si hubiese un hormiguero en el suelo, ahí estaría más
condensada que donde sólo hubiera hierba. Después, en menor medida, estaría
condensada junto a grandes rocas, tierra yerma, chinarros del suelo… La
concentración, digamos, que habría en esas zonas sería muy pequeña en
comparación con la que hay cerca de una hoja verde de un árbol. Y por último,
en donde menos sustancia habría sería en el aire mismo.
Como he
dicho, todo el espacio estaría ocupado por ella, pero en el aire sería como si
fuera inexistente, sin llegar a serlo.
Imaginaos
ahora, que esa sustancia es necesaria para que todos los procesos que se dan en
el mundo fuesen posibles. El calor, la luz, el movimiento y el resto de
procesos físicos y químicos que sabemos que existen en el mundo. Sin esta
sustancia, no seríamos capaces ni de ver, ni de oler, ni de oir. El sol no nos
calentaría, no podríamos movernos. No habría vida. Ni habría universo.
Pues
bien, esta es la historia de un hombre que, trágicamente, aprendió a usar esa
sustancia a placer.
martes, 4 de marzo de 2014
Caza.
Empezó
por controlar su respiración. Cerró los ojos. Tumbado boca abajo en la fina
hierba, notó la presión en el vientre y el pecho cada vez más pausada. Oía
pájaros por encima de su cabeza. De vez en cuando el viento agitaba las ramas de
los árboles más altos, y estas crujían y emitían sonidos al rozarse unas con
otras. Sonidos casi imperceptibles para la gran mayoría de oídos. Lo rodeaba el
zumbido de los insectos revoloteando entre las flores. Conforme el ritmo de su
respiración iba disminuyendo era capaz de captar más cosas. El sonido del
viento a través de las hojas, el característico ruido de una semilla golpeada
por un pájaro que intenta abrirla. El lejano rumor de un río, el berrido de un
ciervo al otro lado del valle.
Tensó
todo su cuerpo, preparado para actuar. Aun así, el compás de su respiración no
se alteró lo más mínimo, parecía un cadáver. Se concentró. Entre él y su presa
había al menos trescientos metros. Esperó un momento y volvió a oír el berreo.
Corrigió lentamente su postura, colocándose en sintonía con la dirección en la
que debía estar el animal. En el valle, los sonidos engañan. Nunca provienen
directamente de donde primero crees que vienen. Y además aquél día había
viento. Poco a poco abrió los ojos. El resplandor cegador en contraste con la
sombría visión de la luz a través de sus párpados no lo sorprendió. No hacía
mucho que había pasado el mediodía, el sol todavía estaba alto. Los pájaros silbaban alegremente mientras su
vista se acostumbraba. Pudo contemplar de nuevo el tono marrón del tronco que
tenía atravesado delante de sí, haciéndole de pantalla. La hierba por debajo de
él era de un verde mate intenso. Rayos de sol se filtraban entre las ramas de
la bóveda. Era un lugar mágico. Era su hogar. Los troncos anchos estaban
cubiertos de lianas y enredaderas que trepaban por ellos buscando una fuente de
luz más potente que la poca que había bajo la cubierta vegetal. El berrido
volvió a resonar alto en el seno del valle. Se concentró aún más.
Esta
vez, no tenía que bajar su respiración, no buscaba sonidos. Ni siquiera
pretendía poder localizar la posición de un animal en un valle con algo de aire
en movimiento. Esta vez era muy distinto, mucho más profundo. Lo que buscaba
ahora estaba en todas partes, lo bañaba todo.
No
cerró los ojos, pues había aprendido a captar la esencia con su vista. Poco a
poco fue dejando que su ser se uniera con su entorno. Se sumió en un estado
psíquico que había aprendido con mucha paciencia, soledad, y sacrificio. Al
cabo de un rato, todo su cuerpo estaba cubierto de un sudor frío, producto de
la esfuerzo. El tiempo dejó de ser un concepto. El valle dejó la forma que
tenía hasta ese momento para convertirse en una distribución irregular de
aquella esencia que había aprendido a contemplar. Y a manipular. Siguió
aumentando el nivel de concentración. Podía contemplar distintas formas, más o
menos precisas, constituidas por la esencia. Divisó una en particular que se
parecía mucho a un boceto difuminado de un animal alto, regio, provisto de una
poderosa cornamenta. Pudo haber transcurrido un segundo o una eternidad, pero
consiguió lo que se proponía. Llegó al estado en que podía ordenarle a esa
sustancia que se fuese, y lo haría. Pero aquello sería una terrible insensatez.
Lo que hizo fue mucho más fácil, menos peligroso y totalmente indoloro para su
víctima. Le ordenó a la sustancia que abandonara el cuerpo de aquel animal. Y
al instante, se oyó el sonido sordo de un cuerpo al desplomarse en el suelo.
Dejó
que aquel estado lo abandonase poco a poco. Lentamente fue recuperando su
movilidad. Volvió a coger un ritmo respiratorio más dinámico. Al rato, se dio
la vuelta sobre sí mismo y se incorporó. El sol seguía alto. Los pájaros
seguían entonando sus canciones, como si no hubiesen percibido nada. Una abeja
pasó zumbando junto a su oído, y él disfrutó durante ese instante de la
naturaleza. Se espolsó suavemente los restos de hierba que se habían adherido a
sus prendas. Se acercó a la apertura del tronco hueco y extrajo de aquel su
mochila. Se pasó un tirante por el hombro izquierdo y, silbando alegremente, se
dirigió hacia donde le esperaba la comida de los próximos días.
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