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miércoles, 2 de abril de 2014

Adquisiciones.

Había aprendido qué madera era mejor para hacer arcos. Había hecho flechas con punta de piedra tan afilada que atravesaban la densa piel de los osos. Había aprendido a utilizar estas armas. Incluso había aprendido a utilizar la espada, aunque estaba lejos de ser un guerrero decente con ellas. En la primera escaramuza contra las caravanas de bandidos se había abastecido de cosas que llevaba tiempo sin ver. Algunas ni recordaba para que se usaban. Pero tardó poco en darles utilidad. Se había hecho con mochilas, con hilo de tripa y agujas de hueso. Tenía especias. Tenía cuencos mejores que los que se había apañado para hacer. Ahora podía tener una reserva considerable de agua en las cavernas sin tener que bajar hasta el río constantemente. Tenía cuchillos, clavos, herramientas. Tenía flechas buenas, y arcos decentes. Aunque el último que había hecho el mismo llegaba más lejos y con mayor precisión que ninguno de los que había conseguido por el momento. A excepción del único que encontró en la última caravana. La última caravana.
De nuevo lo llenó esa sensación tan agradable. Orgullo. Se sentía orgulloso de su mayor éxito. 

Correr.

La fina lluvia mojaba todo a su alrededor. El cielo encapotado apenas dejaba traslucir la tenue luz de aquella luna llena que había sido su lucero hasta llegar allí aquella noche. Sus pasos levantaban el rumor de un húmedo chapoteo mientras que más allá de la cortina de agua no se podía oír nada. Un oído común y corriente no podía oír nada. Pero claro, el suyo no era un oído común y corriente.
El ritmo de sus pasos era un eco del goteo en los charcos. Pese a la violencia que podía liberar en ciertos momentos, en ese instante en concreto procuraba levantar el mínimo rumor posible. Dada la velocidad, todo a su paso quedaba relegado a meras manchas borrosas que desaparecían a ambos lados. En frente, la oscuridad lo anegaba todo. La única guía que tenía era el débil ruido que deambulaba en la frenética estampida del viento contra sus sentidos. Estaba calado hasta los huesos, y nunca mejor dicho. La herida del costado le producía un delirio constante, puesto que no se podía sanar correctamente si no dejaba de correr.
Pero dejar de correr por una herida, por grave que fuese, era como dejar la vida por intentar seguir vivo.
La situación se había visto comprometida por su culpa. Por la culpa de ese individuo. Por culpa de su mala suerte, por culpa del mundo entero y de su arrogante ansia de poder. Y por culpa de ella. Si ella no hubiera estado allí en ese preciso instante…

Sacudió la cabeza y desde su pelo, un mar emergió como un tsunami contra la negra noche. Apartó cualquier pensamiento que pudiera desviar su atención de lo único importante en aquel momento. Correr. 

La esencia.

Imaginaos que todo el espacio estuviese ocupado por una masa de una sustancia etérea que se expande ilimitadamente por él. No lo hace de forma constante, como pudiera ser el agua en el mar, cuya densidad es, a groso modo, constante. Imaginaos que esa sustancia tenga predilección por las cosas vivas. Se condensara cerca de donde haya seres vivos. Un árbol, un insecto, un pájaro, una persona… Imaginaos también que en segundo lugar, tuviera predilección por las cosas inertes.
Por ejemplo, en un prado, las zonas donde más condensada estuviera esa sustancia sería en el suelo, cerca de la suave y fresca hierba, junto a los árboles que compongan el paisaje. Si hubiese un hormiguero en el suelo, ahí estaría más condensada que donde sólo hubiera hierba. Después, en menor medida, estaría condensada junto a grandes rocas, tierra yerma, chinarros del suelo… La concentración, digamos, que habría en esas zonas sería muy pequeña en comparación con la que hay cerca de una hoja verde de un árbol. Y por último, en donde menos sustancia habría sería en el aire mismo.
Como he dicho, todo el espacio estaría ocupado por ella, pero en el aire sería como si fuera inexistente, sin llegar a serlo.
Imaginaos ahora, que esa sustancia es necesaria para que todos los procesos que se dan en el mundo fuesen posibles. El calor, la luz, el movimiento y el resto de procesos físicos y químicos que sabemos que existen en el mundo. Sin esta sustancia, no seríamos capaces ni de ver, ni de oler, ni de oir. El sol no nos calentaría, no podríamos movernos. No habría vida. Ni habría universo.

Pues bien, esta es la historia de un hombre que, trágicamente, aprendió a usar esa sustancia a placer. 

martes, 4 de marzo de 2014

Caza.

Empezó por controlar su respiración. Cerró los ojos. Tumbado boca abajo en la fina hierba, notó la presión en el vientre y el pecho cada vez más pausada. Oía pájaros por encima de su cabeza. De vez en cuando el viento agitaba las ramas de los árboles más altos, y estas crujían y emitían sonidos al rozarse unas con otras. Sonidos casi imperceptibles para la gran mayoría de oídos. Lo rodeaba el zumbido de los insectos revoloteando entre las flores. Conforme el ritmo de su respiración iba disminuyendo era capaz de captar más cosas. El sonido del viento a través de las hojas, el característico ruido de una semilla golpeada por un pájaro que intenta abrirla. El lejano rumor de un río, el berrido de un ciervo al otro lado del valle.
Tensó todo su cuerpo, preparado para actuar. Aun así, el compás de su respiración no se alteró lo más mínimo, parecía un cadáver. Se concentró. Entre él y su presa había al menos trescientos metros. Esperó un momento y volvió a oír el berreo. Corrigió lentamente su postura, colocándose en sintonía con la dirección en la que debía estar el animal. En el valle, los sonidos engañan. Nunca provienen directamente de donde primero crees que vienen. Y además aquél día había viento. Poco a poco abrió los ojos. El resplandor cegador en contraste con la sombría visión de la luz a través de sus párpados no lo sorprendió. No hacía mucho que había pasado el mediodía, el sol todavía estaba alto.  Los pájaros silbaban alegremente mientras su vista se acostumbraba. Pudo contemplar de nuevo el tono marrón del tronco que tenía atravesado delante de sí, haciéndole de pantalla. La hierba por debajo de él era de un verde mate intenso. Rayos de sol se filtraban entre las ramas de la bóveda. Era un lugar mágico. Era su hogar. Los troncos anchos estaban cubiertos de lianas y enredaderas que trepaban por ellos buscando una fuente de luz más potente que la poca que había bajo la cubierta vegetal. El berrido volvió a resonar alto en el seno del valle. Se concentró aún más.
Esta vez, no tenía que bajar su respiración, no buscaba sonidos. Ni siquiera pretendía poder localizar la posición de un animal en un valle con algo de aire en movimiento. Esta vez era muy distinto, mucho más profundo. Lo que buscaba ahora estaba en todas partes, lo bañaba todo.
No cerró los ojos, pues había aprendido a captar la esencia con su vista. Poco a poco fue dejando que su ser se uniera con su entorno. Se sumió en un estado psíquico que había aprendido con mucha paciencia, soledad, y sacrificio. Al cabo de un rato, todo su cuerpo estaba cubierto de un sudor frío, producto de la esfuerzo. El tiempo dejó de ser un concepto. El valle dejó la forma que tenía hasta ese momento para convertirse en una distribución irregular de aquella esencia que había aprendido a contemplar. Y a manipular. Siguió aumentando el nivel de concentración. Podía contemplar distintas formas, más o menos precisas, constituidas por la esencia. Divisó una en particular que se parecía mucho a un boceto difuminado de un animal alto, regio, provisto de una poderosa cornamenta. Pudo haber transcurrido un segundo o una eternidad, pero consiguió lo que se proponía. Llegó al estado en que podía ordenarle a esa sustancia que se fuese, y lo haría. Pero aquello sería una terrible insensatez. Lo que hizo fue mucho más fácil, menos peligroso y totalmente indoloro para su víctima. Le ordenó a la sustancia que abandonara el cuerpo de aquel animal. Y al instante, se oyó el sonido sordo de un cuerpo al desplomarse en el suelo.

Dejó que aquel estado lo abandonase poco a poco. Lentamente fue recuperando su movilidad. Volvió a coger un ritmo respiratorio más dinámico. Al rato, se dio la vuelta sobre sí mismo y se incorporó. El sol seguía alto. Los pájaros seguían entonando sus canciones, como si no hubiesen percibido nada. Una abeja pasó zumbando junto a su oído, y él disfrutó durante ese instante de la naturaleza. Se espolsó suavemente los restos de hierba que se habían adherido a sus prendas. Se acercó a la apertura del tronco hueco y extrajo de aquel su mochila. Se pasó un tirante por el hombro izquierdo y, silbando alegremente, se dirigió hacia donde le esperaba la comida de los próximos días.