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lunes, 9 de julio de 2012

Hombre Lobo.



El bosque estaba oscuro como boca de lobo. Los árboles, de ancho tronco y espeso follaje, no se distanciaban mucho unos de otros, tapando casi por completo la vista al cielo, no dejando entrar casi ningún rayo del sol decadente del atardecer avanzado. El suelo estaba cubierto de hojas, musgo y ramas secas. La muchacha que avanza rápidamente por él no se detenía a observar nada de lo que la rodeaba. Llevaba mucha prisa, ya que se le había hecho tarde, y pronto anochecería. Y todo el mundo sabía que aquel bosque no era seguro una vez entrada la noche. Una noche de luna llena…

La joven se había criado allí, sabía perfectamente dónde se encontraba y cómo orientarse para llegar a su hogar. Un ruido fuera de lo común que sacudió al bosque en una milésima de segundo la sacó de sus pensamientos.  Los pájaros levantaron el vuelo de los árboles, las ramas crujieron levemente, y ella, aligeró el paso aún más. Pensamientos oscuros comenzaron a rondarle la cabeza. Desde que era pequeña había oído extraños relatos de hombre que se perdían en el bosque en fechas muy señaladas y no volvían a ser vistos jamás. Y todavía seguía con estos pensamientos cuando un aullido terrorífico, proveniente de las montañas, volvió a sacudir la tierra. Se quedó helada por un momento, deteniendo su marcha, vaciando su mente. Se había quedado en blanco. No sabía qué hacer, cuando, por tercera ve, volvió a oírlo. Esta vez sonó mucho más cerca que antes. El sol ya se había ocultado, allá arriba, tras las hojas. No se lo pensó dos veces, echó a correr, aunque sabía que no era lo más acertado. 

Pensando rápidamente calculó cuánto podría quedarle para salir del bosque. No más de unos cinco minutos, si seguía corriendo así de rápido. El terreno empezó a declinar, hasta que al cabo de unos cuantos metros se convirtió en una pendiente descendiente.   Asustada como estaba, y rodeada de una oscuridad penetrante y casi absoluta no pudo advertir que una gran rama tirada en el suelo le cerraba el paso. Trastabilló con la rama y cayó de bruces contra el suelo. Un dolor punzante le vino de las rodillas y le nubló la vista por un momento. Justo entonces volvió a sonar. Lo notó tan cerca que le pareció percibir el aliento de aquello que lo había originado. Se apoyó sobre las manos, se levantó y echó a correr de nuevo en tan solo un momento. Corrió aún más rápido que antes, tanto que cuando llegó a un claro, la luz de la luna la cegó por completo. Volvió a caer, pero esta vez cayó sobre un lecho de musgo que amortiguó la caída en gran parte. Se sintió mareada, exhausta, y le temblaba el cuerpo. No paraba de mirar a todos lados, se sentía observada. Trató de recuperar el aliento y a la vez, se propuso serenarse un poco. No conseguiría nada si iba a caer cada dos por tres. Entonces, desde la maleza que rodeaba el claro vino un ruido. Nada que ver con los aullidos de antes, sonó como una rama que se parte bajo el peso de alguien o algo. Pese al miedo que sentía, buscó entre la oscuridad algo que le revelase qué había sido lo que le había llamado la atención.  Y justo entre dos árboles de grandes dimensiones creyó ver una sombra, muy oscura sobre la penumbra que reinaba en el interior del bosque. Desde la parte alta de la sombra, dos grandes ojos, dorados como el oro puro y fundido, la observaban atentamente. Su cuerpo se paralizó. Como si un hechizo la hubiera poseído, se le relajaron los músculos y su mente no pudo pensar más en el miedo o el terror. Una idea le había nacido en la mente. Tenía ganas de ser poseída. Notó cómo todo su cuerpo reaccionaba a aquel pensamiento, también lo deseaba. Desde donde se encontraba la sombra, surgió un gran crac, como si uno de los troncos se hubiera partido desde el centro mismo. Súbitamente, unas nubes habían aparecido en el cielo, cubriendo la luna, restando luminosidad al claro. El ambiente pareció cambiar. El aire fluía despacio y ligero, meciendo las ramas de los árboles que parecían tejer con sus sonidos una dulce canción que la estaba dejando todavía más relajada, alejada de la realidad. De las sombras del bosque surgió entonces un gran hombre, de ojos castaños, pelo  y piel oscura. Los ojos de la chica no daban crédito a lo que veían. Como si un ente misterioso hubiera oído sus últimos deseos carnales, un hombre, musculoso y totalmente desnudo había aparecido allí en medio del claro. Los músculos de sus piernas se marcaban bajo la piel morena de aquel ser. Los sentidos de ella se encontraban ebrios de emoción. No sabía lo que le pasaba. Ella nunca había estado con un chico de esa manera, y tampoco lo había deseado tanto como aquella noche. En verdad, estaba hechizada, por una magia tan ancestral y misteriosa de cuya existencia nadie sabía.

Nadie excepto los que eran como aquel individuo que poco a poco se acercaba a ella con un propósito en la mente y un anhelo en el corazón. Su extirpe se estaba extinguiendo, poco a poco los humanos comunes los estaban diezmando, dejando a su raza débil. Tenía que reproducirse. Tal era su propósito. Pero en lo más profundo de su corazón latía un amor profundo por aquella mujer que lo observaba desconcertada. La había amado desde niño, temiendo acercarse a ella por su condición de medio humano medio lobo. Pues eso era, un hombre lobo. Y pese a lo que todas las historias sobre estos seres cuentan, no todos los de su raza eran criaturas sanguinarias que asesinaban sin piedad y se comían a niños y niñas las noches de luna llena. Había algunos a los que les preocupaba tanto la vida de los suyos como la de los humanos que los rodeaban. Él procedía de una estirpe que se había aliado con los hombres normales en el pasado, con el fin de protegerlos de sus enemigos a cambio de que les proporcionaran seguridad. Y con el tiempo, los hombres habían fallado al pacto que sus ancestros habían pronunciado, les habían dado la espalda a los lobos y a sus amos, los hombres lobos, y los expulsaron de sus aldeas y pueblos. Desde entonces habían ido disminuyendo en número, pues rara vez podían reproducirse. Y ahora, bajo las órdenes de su líder, se había visto obligado a forzar a la mujer que amaba en realidad y profundamente para poder expandir su progenie.

Cuando estuvo a solo unos pasos de ella, sus ojos se encontraron. De ese encuentro salieron ráfagas de fuego en los corrientes sanguíneos de ambos. Tras un ligero titubeo por parte del hombre, se le acercó, tumbándose en el suelo, y ambos se entregaron el uno al otro. Ella, calmada y relajada, bajo los efectos del hechizo, gozó como nunca habría imaginado. Lo sintió dentro de ella, enloqueciendo de placer. Él, tenso por lo que sabía que estaba haciendo, se centró en no hacerle daño. De vez en cuando las nubes dejaban entrar algún rayo de luz, y alguna parte de su cuerpo mutaba levemente, dando lugar a unas garras, o llenando de pelo su espalda. No obstante, estuvieron el uno con el otro durante toda la noche, hasta que casi despuntó el alba. El bosque estaba tranquilo, como observando el placer y el afecto que dos personas podían expresar pese a ser unos desconocidos totalmente. Los búhos ululaban en las ramas de los olmos, los troncos de los robles crujían de vez en cuando. El viento no se movió por el resto de la noche. No cayó una sola hoja entonces. Las criaturas se alejaban del claro, asustadas por los gemidos que provenían de él. Y ellos dos, ajenos al resto del mundo, continuaban disfrutándose mutuamente. Sus pieles hacían un precioso contraste. Blanco sobre negro, oscuro sobre pálido, tenue junto a denso. La belleza aquella noche parecía tener amo y propietaria.  Y durante el tiempo que estuvieron juntos, como obedeciendo a una voluntad suprema, las nubes no dejaron que aquel episodio se viera afectado por la condición del hombre. 

Pero acabando ya la madrugada para dar comienzo al amanecer, como un escritor pone punto y final a un relato, el viento caprichoso se levantó en lo alto del cielo, desplazando las nubes, y dejando que la luz entrara de lleno al claro. El hombre lobo se contorsionó sobre sí mismo, como si todas sus entrañas hubieran sido oprimidas por un puño de acero, inflexible y sin moral ni sentimientos. Soltó un grave rugido y, majestuosamente dominado por sí mismo y no por su instinto, besó a la mujer que tenía al lado, desconcertada y, de pronto, temerosa. El beso los tranquilizó a los dos, pero la naturaleza de él lo llamaba para sí cada vez más fuerte, una naturaleza que ninguna voluntad podría burlar. En una milésima de segundo, apoyado sobre los brazos se impulsó en el suelo, y de un gran brinco penetró en la oscuridad del bosque, dejando tras de sí otro crac, un pellejo que se desvaneció nada más tocar el suelo, y una mujer desdichada de pronto por haber perdido al objeto de su deseo.  La magia que la había hecho sucumbir al deseo desapareció tan súbitamente que ella se entregó a la inconsciencia para huir de la profunda incertidumbre que le habría dominado la mente y durmió por largo tiempo.

Un golpe sordo la despertó después de un día entero. Se encontraba en casa, en su cuarto, y alguien llamaba a su puerta. Intentó incorporarse, pero sus músculos estaban agarrotados y no respondían a sus órdenes. Un hombre, de pelo cano y mirada preocupada traspuso la puerta. Entonces, viendo a su hija despierta, como si la mañana llegara a un corazón dominado por la noche durante muchísimo tiempo, su mirada comenzó a transmitir felicidad y sosiego. Ella se sintió agradecía, y desconcertada como estaba habló con su padre. Le contó lo que le había pasado, hasta el momento en el que entró en el claro, después de lo cual sólo había en su mente duda y desconcierto. Su padre la animó, y con el tiempo aquello fue olvidado.
No obstante, pasados unos meses, los signos de un embarazo llenaron la casa de nueva duda y desconcierto. La hija y el padre se extrañaron, y sin saber qué hacer, pues la madre estaba ausente en sus vidas desde hacía años, dejaron correr el tiempo, esperando a recibir a un recién nacido en la casa. Pues ambos eran de una bondad inigualable, y en sus mentes no cabía la posibilidad de negarle la vida a una criatura, aunque no supieran con certeza de dónde provenía. Sin embargo, la joven sentía miedo. Miedo de la sociedad que dominaba en el pueblo. Cuando iba por el mercado, o a hacer recados, la gente la miraba con desconcierto. Los cuchicheos surgían por donde pasara y las miradas cada vez se volvían más hostiles. Cierto día, estando la joven en un puesto de frutas, alguien que pasó por detrás de ella le rozó el brazo, en lo que a ella le pareció una caricia. Se giró rápidamente y vio una figura alta, de ancha espalda y pelo moreno. Éste se giró, como llamado por los ojos azul celeste de la chica, y cuando las miradas se cruzaron, un torrente de caricias, besos y amor le llegó a la chica a la mente. Para cuando la muchacha logró recobrar el sentido, el hombre había desparecido.  De todas formas, ella cría reconocer los ojos en un chico que llevaba muchísimo tiempo observándola. Al principio se había sentido acosada por él, pero hacía años que ese sentimiento había sido sustituido por una curiosa mezcla de intriga, capricho y afecto. Sabía que él la amaba, pero era un hombre lejos de sus posibilidades. Era viajante, y ella no podría esta con alguien como él, pues su padre la necesitaba. Por ese motivo, hacía años que, cada vez que el chico visitaba el pueblo, un fuego revivía en el corazón de la joven, y anhelaba estar con él, pero se reprimía. Su padre había vivido ajeno a todo esto. Quería a su hija y la apreciaba, y después de lo sucedido en el bosque no la volvió a enviar allí más.

La vida continuó su curso, y al cabo de nueve meses exactos después de la noche del bosque, la casa de la familia se llenó con los llantos de una criatura recién nacida. Una partera había ayudado en el parto a la joven. El padre había estado en todo momento junto a ella, muestra del apoyo que le ofrecía y del afecto que le tenía. Pero cuando el niño nació, una oscuridad siniestra cubrió las vidas de aquella casa. Aquel niño había nacido con el cuerpo totalmente cubierto de pelo negro, y unas pequeñas uñas puntiagudas y afiladas terminaban por acabar el aspecto terrorífico que tenía. Desde el bosque se había oído un aullido profundo y lejano, fuerte y lleno de melancolía. Todos, partera, el padre y la joven se asustaron.

Después del parto, la anciana mujer que ayudó a la joven chica, algo asustada por lo que había contemplado, se marchó, despidiéndose apresuradamente de la familia. Padre e hija se quedaron solos y fue entonces cuando ella le contó a su padre lo que había recordado aquel día, ahora lejano, en el mercado. De nuevo el temor se apoderó de la casa. No durmieron mucho aquella noche. El niño berreaba casi todo el tiempo. Desde aquel día, todo el pueblo miró con malos ojos a los tres miembros de aquella familia. Ésta intentaba vivir con total normalidad, pues el niño tomó forma de un niño normal y corriente al día siguiente del parto. Miembros pequeños y regordetes, el pelo oscuro, la piel pálida, y unos ojos maravillosos, del color del cielo, pero de un tono dorado cuando la luz incidía sobre ellos. Y cada mes después del parto, cuando la luna brillaba completa en le bóveda nocturna, el niño volvía a estar lleno de pelo y con garras en lugar de uñas, confirmando el temor del abuelo de aquella criatura y el de su madre, que vivía ahora llena de temor por él y por su padre, pues en el pueblo cada ve los trataban con mayor hostilidad.

Así pasó el tiempo, hasta que aquel niño cumplió diez años. Se habían mudado de pueblo, y eso no era todo, si no que el hombre que una noche tomó a la que ahora se había convertido en madre, y el mismo que la había hecho recordar en el mercado, ese mismo hombre que trabajaba con su propio padre constantemente viajando, se había presentado en la casa de la familia, y les había explicado lo que pasó. Les dijo qué era, y la familia no se asustó, les dijo qué había hecho, y la familia, llena de compasión por él, le había perdonado. Y la muchacha, llena de afecto hacia él, le había perdonado sinceramente y de corazón. Y entonces, cuando el niño sólo tenía un año, sus padres se casaron, y juntos, junto con el abuelo, se trasladaron a otro pueblo, más pequeño, junto a unas grandes montañas repletas de osos lobos, cubiertas por un bosque extenso y profundo. Lo hicieron así por la seguridad del niño, por la seguridad del padre de la criatura, para que tuviera dónde estar las noches de luna llena, y lo hiciera así por la seguridad del abuelo y su hija, porque si se hubieran quedado en su pueblo natal, tarde o temprano los habrían acosado tanto que incluso sus vidas estarían en peligro.

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