El bosque estaba oscuro como boca de lobo.
Los árboles, de ancho tronco y espeso follaje, no se distanciaban mucho unos de
otros, tapando casi por completo la vista al cielo, no dejando entrar casi
ningún rayo del sol decadente del atardecer avanzado. El suelo estaba cubierto
de hojas, musgo y ramas secas. La muchacha que avanza rápidamente por él no se
detenía a observar nada de lo que la rodeaba. Llevaba mucha prisa, ya que se le
había hecho tarde, y pronto anochecería. Y todo el mundo sabía que aquel bosque
no era seguro una vez entrada la noche. Una noche de luna llena…
La joven se había criado allí, sabía
perfectamente dónde se encontraba y cómo orientarse para llegar a su hogar. Un
ruido fuera de lo común que sacudió al bosque en una milésima de segundo la
sacó de sus pensamientos. Los pájaros
levantaron el vuelo de los árboles, las ramas crujieron levemente, y ella,
aligeró el paso aún más. Pensamientos oscuros comenzaron a rondarle la cabeza.
Desde que era pequeña había oído extraños relatos de hombre que se perdían en
el bosque en fechas muy señaladas y no volvían a ser vistos jamás. Y todavía
seguía con estos pensamientos cuando un aullido terrorífico, proveniente de las
montañas, volvió a sacudir la tierra. Se quedó helada por un momento, deteniendo
su marcha, vaciando su mente. Se había quedado en blanco. No sabía qué hacer,
cuando, por tercera ve, volvió a oírlo. Esta vez sonó mucho más cerca que
antes. El sol ya se había ocultado, allá arriba, tras las hojas. No se lo pensó
dos veces, echó a correr, aunque sabía que no era lo más acertado.
Pensando
rápidamente calculó cuánto podría quedarle para salir del bosque. No más de
unos cinco minutos, si seguía corriendo así de rápido. El terreno empezó a
declinar, hasta que al cabo de unos cuantos metros se convirtió en una
pendiente descendiente. Asustada como estaba, y rodeada de una
oscuridad penetrante y casi absoluta no pudo advertir que una gran rama tirada
en el suelo le cerraba el paso. Trastabilló con la rama y cayó de bruces contra
el suelo. Un dolor punzante le vino de las rodillas y le nubló la vista por un
momento. Justo entonces volvió a sonar. Lo notó tan cerca que le pareció
percibir el aliento de aquello que lo había originado. Se apoyó sobre las
manos, se levantó y echó a correr de nuevo en tan solo un momento. Corrió aún
más rápido que antes, tanto que cuando llegó a un claro, la luz de la luna la
cegó por completo. Volvió a caer, pero esta vez cayó sobre un lecho de musgo
que amortiguó la caída en gran parte. Se sintió mareada, exhausta, y le
temblaba el cuerpo. No paraba de mirar a todos lados, se sentía observada.
Trató de recuperar el aliento y a la vez, se propuso serenarse un poco. No
conseguiría nada si iba a caer cada dos por tres. Entonces, desde la maleza que
rodeaba el claro vino un ruido. Nada que ver con los aullidos de antes, sonó
como una rama que se parte bajo el peso de alguien o algo. Pese al miedo que
sentía, buscó entre la oscuridad algo que le revelase qué había sido lo que le
había llamado la atención. Y justo entre
dos árboles de grandes dimensiones creyó ver una sombra, muy oscura sobre la
penumbra que reinaba en el interior del bosque. Desde la parte alta de la
sombra, dos grandes ojos, dorados como el oro puro y fundido, la observaban
atentamente. Su cuerpo se paralizó. Como si un hechizo la hubiera poseído, se
le relajaron los músculos y su mente no pudo pensar más en el miedo o el
terror. Una idea le había nacido en la mente. Tenía ganas de ser poseída. Notó
cómo todo su cuerpo reaccionaba a aquel pensamiento, también lo deseaba. Desde
donde se encontraba la sombra, surgió un gran crac, como si uno de los troncos
se hubiera partido desde el centro mismo. Súbitamente, unas nubes habían
aparecido en el cielo, cubriendo la luna, restando luminosidad al claro. El
ambiente pareció cambiar. El aire fluía despacio y ligero, meciendo las ramas
de los árboles que parecían tejer con sus sonidos una dulce canción que la
estaba dejando todavía más relajada, alejada de la realidad. De las sombras del
bosque surgió entonces un gran hombre, de ojos castaños, pelo y piel oscura. Los ojos de la chica no daban
crédito a lo que veían. Como si un ente misterioso hubiera oído sus últimos
deseos carnales, un hombre, musculoso y totalmente desnudo había aparecido allí
en medio del claro. Los músculos de sus piernas se marcaban bajo la piel morena
de aquel ser. Los sentidos de ella se encontraban ebrios de emoción. No sabía
lo que le pasaba. Ella nunca había estado con un chico de esa manera, y tampoco
lo había deseado tanto como aquella noche. En verdad, estaba hechizada, por una
magia tan ancestral y misteriosa de cuya existencia nadie sabía.
Nadie excepto los que eran como aquel
individuo que poco a poco se acercaba a ella con un propósito en la mente y un
anhelo en el corazón. Su extirpe se estaba extinguiendo, poco a poco los
humanos comunes los estaban diezmando, dejando a su raza débil. Tenía que
reproducirse. Tal era su propósito. Pero en lo más profundo de su corazón latía
un amor profundo por aquella mujer que lo observaba desconcertada. La había
amado desde niño, temiendo acercarse a ella por su condición de medio humano
medio lobo. Pues eso era, un hombre lobo. Y pese a lo que todas las historias
sobre estos seres cuentan, no todos los de su raza eran criaturas sanguinarias
que asesinaban sin piedad y se comían a niños y niñas las noches de luna llena.
Había algunos a los que les preocupaba tanto la vida de los suyos como la de
los humanos que los rodeaban. Él procedía de una estirpe que se había aliado
con los hombres normales en el pasado, con el fin de protegerlos de sus
enemigos a cambio de que les proporcionaran seguridad. Y con el tiempo, los
hombres habían fallado al pacto que sus ancestros habían pronunciado, les
habían dado la espalda a los lobos y a sus amos, los hombres lobos, y los
expulsaron de sus aldeas y pueblos. Desde entonces habían ido disminuyendo en
número, pues rara vez podían reproducirse. Y ahora, bajo las órdenes de su
líder, se había visto obligado a forzar a la mujer que amaba en realidad y
profundamente para poder expandir su progenie.
Cuando estuvo a solo unos pasos de ella, sus
ojos se encontraron. De ese encuentro salieron ráfagas de fuego en los
corrientes sanguíneos de ambos. Tras un ligero titubeo por parte del hombre, se
le acercó, tumbándose en el suelo, y ambos se entregaron el uno al otro. Ella,
calmada y relajada, bajo los efectos del hechizo, gozó como nunca habría
imaginado. Lo sintió dentro de ella, enloqueciendo de placer. Él, tenso por lo
que sabía que estaba haciendo, se centró en no hacerle daño. De vez en cuando
las nubes dejaban entrar algún rayo de luz, y alguna parte de su cuerpo mutaba
levemente, dando lugar a unas garras, o llenando de pelo su espalda. No
obstante, estuvieron el uno con el otro durante toda la noche, hasta que casi despuntó
el alba. El bosque estaba tranquilo, como observando el placer y el afecto que
dos personas podían expresar pese a ser unos desconocidos totalmente. Los búhos
ululaban en las ramas de los olmos, los troncos de los robles crujían de vez en
cuando. El viento no se movió por el resto de la noche. No cayó una sola hoja
entonces. Las criaturas se alejaban del claro, asustadas por los gemidos que
provenían de él. Y ellos dos, ajenos al resto del mundo, continuaban
disfrutándose mutuamente. Sus pieles hacían un precioso contraste. Blanco sobre
negro, oscuro sobre pálido, tenue junto a denso. La belleza aquella noche
parecía tener amo y propietaria. Y
durante el tiempo que estuvieron juntos, como obedeciendo a una voluntad
suprema, las nubes no dejaron que aquel episodio se viera afectado por la
condición del hombre.
Pero acabando ya la madrugada para dar comienzo al
amanecer, como un escritor pone punto y final a un relato, el viento caprichoso
se levantó en lo alto del cielo, desplazando las nubes, y dejando que la luz
entrara de lleno al claro. El hombre lobo se contorsionó sobre sí mismo, como
si todas sus entrañas hubieran sido oprimidas por un puño de acero, inflexible
y sin moral ni sentimientos. Soltó un grave rugido y, majestuosamente dominado
por sí mismo y no por su instinto, besó a la mujer que tenía al lado,
desconcertada y, de pronto, temerosa. El beso los tranquilizó a los dos, pero
la naturaleza de él lo llamaba para sí cada vez más fuerte, una naturaleza que
ninguna voluntad podría burlar. En una milésima de segundo, apoyado sobre los
brazos se impulsó en el suelo, y de un gran brinco penetró en la oscuridad del
bosque, dejando tras de sí otro crac, un pellejo que se desvaneció nada más
tocar el suelo, y una mujer desdichada de pronto por haber perdido al objeto de
su deseo. La magia que la había hecho
sucumbir al deseo desapareció tan súbitamente que ella se entregó a la
inconsciencia para huir de la profunda incertidumbre que le habría dominado la
mente y durmió por largo tiempo.
Un golpe sordo la despertó después de un día
entero. Se encontraba en casa, en su cuarto, y alguien llamaba a su puerta.
Intentó incorporarse, pero sus músculos estaban agarrotados y no respondían a
sus órdenes. Un hombre, de pelo cano y mirada preocupada traspuso la puerta.
Entonces, viendo a su hija despierta, como si la mañana llegara a un corazón
dominado por la noche durante muchísimo tiempo, su mirada comenzó a transmitir
felicidad y sosiego. Ella se sintió agradecía, y desconcertada como estaba
habló con su padre. Le contó lo que le había pasado, hasta el momento en el que
entró en el claro, después de lo cual sólo había en su mente duda y
desconcierto. Su padre la animó, y con el tiempo aquello fue olvidado.
No obstante, pasados unos meses, los signos
de un embarazo llenaron la casa de nueva duda y desconcierto. La hija y el
padre se extrañaron, y sin saber qué hacer, pues la madre estaba ausente en sus
vidas desde hacía años, dejaron correr el tiempo, esperando a recibir a un
recién nacido en la casa. Pues ambos eran de una bondad inigualable, y en sus
mentes no cabía la posibilidad de negarle la vida a una criatura, aunque no
supieran con certeza de dónde provenía. Sin embargo, la joven sentía miedo.
Miedo de la sociedad que dominaba en el pueblo. Cuando iba por el mercado, o a
hacer recados, la gente la miraba con desconcierto. Los cuchicheos surgían por
donde pasara y las miradas cada vez se volvían más hostiles. Cierto día,
estando la joven en un puesto de frutas, alguien que pasó por detrás de ella le
rozó el brazo, en lo que a ella le pareció una caricia. Se giró rápidamente y vio
una figura alta, de ancha espalda y pelo moreno. Éste se giró, como llamado por
los ojos azul celeste de la chica, y cuando las miradas se cruzaron, un
torrente de caricias, besos y amor le llegó a la chica a la mente. Para cuando
la muchacha logró recobrar el sentido, el hombre había desparecido. De todas formas, ella cría reconocer los ojos
en un chico que llevaba muchísimo tiempo observándola. Al principio se había sentido
acosada por él, pero hacía años que ese sentimiento había sido sustituido por
una curiosa mezcla de intriga, capricho y afecto. Sabía que él la amaba, pero
era un hombre lejos de sus posibilidades. Era viajante, y ella no podría esta
con alguien como él, pues su padre la necesitaba. Por ese motivo, hacía años
que, cada vez que el chico visitaba el pueblo, un fuego revivía en el corazón
de la joven, y anhelaba estar con él, pero se reprimía. Su padre había vivido
ajeno a todo esto. Quería a su hija y la apreciaba, y después de lo sucedido en
el bosque no la volvió a enviar allí más.
La vida continuó su curso, y al cabo de nueve
meses exactos después de la noche del bosque, la casa de la familia se llenó
con los llantos de una criatura recién nacida. Una partera había ayudado en el
parto a la joven. El padre había estado en todo momento junto a ella, muestra
del apoyo que le ofrecía y del afecto que le tenía. Pero cuando el niño nació,
una oscuridad siniestra cubrió las vidas de aquella casa. Aquel niño había
nacido con el cuerpo totalmente cubierto de pelo negro, y unas pequeñas uñas
puntiagudas y afiladas terminaban por acabar el aspecto terrorífico que tenía.
Desde el bosque se había oído un aullido profundo y lejano, fuerte y lleno de
melancolía. Todos, partera, el padre y la joven se asustaron.
Después del parto, la anciana mujer que ayudó
a la joven chica, algo asustada por lo que había contemplado, se marchó,
despidiéndose apresuradamente de la familia. Padre e hija se quedaron solos y
fue entonces cuando ella le contó a su padre lo que había recordado aquel día,
ahora lejano, en el mercado. De nuevo el temor se apoderó de la casa. No
durmieron mucho aquella noche. El niño berreaba casi todo el tiempo. Desde
aquel día, todo el pueblo miró con malos ojos a los tres miembros de aquella
familia. Ésta intentaba vivir con total normalidad, pues el niño tomó forma de
un niño normal y corriente al día siguiente del parto. Miembros pequeños y
regordetes, el pelo oscuro, la piel pálida, y unos ojos maravillosos, del color
del cielo, pero de un tono dorado cuando la luz incidía sobre ellos. Y cada mes
después del parto, cuando la luna brillaba completa en le bóveda nocturna, el
niño volvía a estar lleno de pelo y con garras en lugar de uñas, confirmando el
temor del abuelo de aquella criatura y el de su madre, que vivía ahora llena de
temor por él y por su padre, pues en el pueblo cada ve los trataban con mayor
hostilidad.
Así pasó el tiempo, hasta que aquel niño
cumplió diez años. Se habían mudado de pueblo, y eso no era todo, si no que el
hombre que una noche tomó a la que ahora se había convertido en madre, y el
mismo que la había hecho recordar en el mercado, ese mismo hombre que trabajaba
con su propio padre constantemente viajando, se había presentado en la casa de
la familia, y les había explicado lo que pasó. Les dijo qué era, y la familia
no se asustó, les dijo qué había hecho, y la familia, llena de compasión por
él, le había perdonado. Y la muchacha, llena de afecto hacia él, le había
perdonado sinceramente y de corazón. Y entonces, cuando el niño sólo tenía un
año, sus padres se casaron, y juntos, junto con el abuelo, se trasladaron a
otro pueblo, más pequeño, junto a unas grandes montañas repletas de osos lobos,
cubiertas por un bosque extenso y profundo. Lo hicieron así por la seguridad
del niño, por la seguridad del padre de la criatura, para que tuviera dónde
estar las noches de luna llena, y lo hiciera así por la seguridad del abuelo y
su hija, porque si se hubieran quedado en su pueblo natal, tarde o temprano los
habrían acosado tanto que incluso sus vidas estarían en peligro.
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