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domingo, 19 de febrero de 2012

Cuento breve:  "La primera batalla"



El ruido era tan estridente que no podría oír a un gato maullar a mis pies. El sol pegaba fuerte en lo más alto del cielo, abrasando la piel de aquel que se atreviera a posarse bajo sus rayos, que en ése momento éramos todos. Mirara adonde mirara solo se veían destellos, producto de los reflejos del sol en las armaduras, espadas, escudos, lanzas, flechas, hachas… De todas las batallas que había presenciado en mi vida, esa era la que más estaba sufriendo. Me encontraba en medio de una contienda letal, el lugar menos apropiado para alguien que ama a la vida tanto como lo hago.
Empezábamos a ceder terreno, pronto se declararía la retirada, y eso haría que el enemigo se creciera y, finalmente, nos derrotara por completo, y no podíamos consentirlo, puesto que en esta batalla se sorteaba nuestro destino y el de los nuestros. Era tan imprescindible esta victoria que de perder, tendríamos que huir a otra tierra, eso en caso de que nos diera tiempo a escapar. Los Thures eran famosos por su gran capacidad para cazar a sus enemigos, cuando éstos se daban a la fuga, pero en batalla cuerpo a cuerpo eran lentos, torpes y débiles, sin embargo, su número era casi el triple que el nuestro, se reproducen como ratas, son apestosos, y eso también juega a su favor en un día como ese, puesto que el pudor era insoportable. Su líder es desconocido por todos nosotros, los hombres y mujeres del norte. A pesar de ello, en el sur sí lo conocen, y nos dirigíamos allí para unir fuerzas con los habitantes de esa zona, cuando por sorpresa nos cortaron el paso.


No lo había visto desde que nos atacaron por el este, nos habíamos separado y no tenía ni idea de donde podría estar. Lo estaba pasando muy mal, nunca había luchado bajo estas condiciones ambientales, y me estaba que dando sin fuerzas, no había un solo árbol en todo el valle, hacía mucho que se desecó el río y, desde entonces, habían ido desapareciendo poco a poco hasta que no quedó ni uno. Y por si fuera poco, los carros con las provisiones habían sido destruidos, “como ellos no necesitan comer en dos o tres días…”, pensé. La cosa iba mal y yo no daba con él. Decidí moverme hacia el lado este, en contra de la corriente de thures que se nos venían encima. Con mi espada en la mano y la lanza en la otra, me adentré en el mar de bestias que nos empujaban. Fienir estaba por detrás de mí, y con un silbido le indiqué que me siguiera, me era necesario un pequeño apoyo para atravesarlos. Fue arduo y muy temerario, y además nos costó muchísimo llegar al vado del este. Pero no podía seguir sin saber nada de él. Y sin embargo, tras el esfuerzo, ninguno de los nuestros recordaba haberle visto desde que pasó la mitad de la mañana. Empezaba a preocuparme. A preocuparme por si estaba bien, a preocuparme por si no lo volvería a ver, a preocuparme por nuestra suerte, a preocuparme por la suerte de los nuestros, a preocuparme por… Cuando me di cuenta no pude creerlo. A lo lejos, en el horizonte atravesado por una cresta abrupta, peligrosa y muy escarpada, puede vislumbrar una figura demasiado familiar que se movía ágilmente, dando saltos entre rocas y rocas, dejándose caer para llegar a otras superficies y que de vez en cuando desaparecía detrás de algún peñasco. Lo que realmente me preocupaba es que llevaba detrás de sí una ristra de enemigos que le pisaban los talones. No dudé un segundo, giré en torno a mí misma y, fijándome en todo lo que veía, pude encontrar lo que buscaba. Me costó varios minutos llegar, abriéndome paso a través de los enemigos, adonde estaban unos de nuestros mejores arqueros. Los liberé de sus combatientes junto con Fienir, y les pedí que me siguieran hasta donde me dirigía.
Tras una dura lucha a favor de la misma corriente que antes se interponía en mi camino, conseguí llegar al lado de un despunte del terreno, constituido por varias rocas del tamaño de caballos, apiladas por la naturaleza unas junto a otras elevándose sobre el nivel del resto del valle; ese era el mejor lugar desde el cual podríamos disparar a sus perseguidores. Tras indicarles el objetivo, pedí a Fienir que les ayudara y, justo después, me dirigí yo misma hacia aquella cresta.


Logré enfilar la cresta más escarpada con el fin de conseguir una buena posición desde donde poder distinguir mi objetivo. Mi intención era encontrar a su líder. El terreno era muy abrupto, tan inclinado que si me descuidaba tan solo un segundo caería sobre un lecho de rocas tan afiladas que podrían dejarme hecho picadillo. Todavía no había empezado a trepar, cuando me percaté de unos murmullos por encima del estruendo de la batalla. Al girarme, me di cuenta de que me perseguían unos pocos de esos horrendos bichos; ¿sabrían a dónde me dirigía o se movían por el instinto de caza del que ya hablé? No sabíamos mucho del enemigo, y menos si eran inteligentes como para poder llegar a suponer lo primero, pero si era lo segundo, si realmente querían darme caza movidos por su naturaleza, estaba muy jodido. Tuve que acelerar el paso en la medida de lo posible, no se me daba mal lo de escalar y trepar, y el aliciente de salvar el pellejo era todo un estimulante, aún así ese terreno era odioso. Había piedras sueltas, muchas de ellas afiladas, partes tan abruptas que si hubiera soplado un poco de viento me habría tumbado, mas ese día ni el viento soplaba. Fue la peor escalada de mi vida. De vez en cuando oía, cada vez mejor, los gruñidos de esas bestias que me perseguían, cuando se resbalaban. La batalla se estaba quedando muy abajo y yo tenía todavía un largo camino, aún así, intenté observar cada poco para ver si veía algo que me interesara. Pero la mayor parte de mi cabeza estaba ahora en mis pies, que serían los responsables de que yo siguiera con vida o no.
Tras varios minutos, logré llegar a un buen saliente y, además, con bastante anticipación respecto a los thures que me seguían. Vi un recodo en el que me podría ocultar y así lo hice. Un momento más tarde llegaron allí. Puede oírlos hablar, si es que hablan, en gruñidos, supongo que discrepando sobre adónde habría ido. Eran seis, asquerosos, voluminosos, llevaban consigo un pudor tan pestilente que cuando llegó a mí casi me desmayo, evitando ser descubierto al sujetarme a unas rocas. Siguieron bramando durante varios minutos, hasta que un par de ellos se acercaron demasiado hacia el recoveco donde me encontraba. Sin pensármelo dos veces, estiré mi brazo un poco, con mi mano derecha señalándolos, hice aparecer mi espada, más ancha que una pierna y lo suficiente larga para propinarles el empujón necesario para que cayeran al precipicio. Los otros cuatro se percataron de mi presencia tan pronto como apareció Taheo-mi espada-, y tras encargarme de los dos que tenía más cerca, fui a por ellos. Después de esquivar un par de estocadas conseguí abatir a dos de ellos. La lucha fue más duradera con los restantes y, gracias al sol que brillaba tan intensamente, logré atisbar un destello a mi espalda por el que supe que había más de ellos detrás de mí. Se acercaban a paso ligero, así que me liberé del último thure y escapé como pude.
La situación había empeorado y estaba en serios problemas, corriendo sin mirar atrás y apretando el paso cada vez que podía. Arriesgué en varios saltos y pude ganar algo de ventaja. Ya a lo lejos podía ver el final de la cresta. Salté a una roca que había a mi derecha, trepé por una hilera de pequeñas rocas y de un salto me coloqué en lo que podría llamarse la recta final. Para cuando llegué a la terminación del penacho me giré e hice frente a lo que me perseguía. Eran muchos más que antes y el espacio reducido y a mi espalda, un gran precipicio. Casi automáticamente, sin tener que pensarlo, Taheo apareció y me preparé para la lucha. Venían hacia mí dando saltos tanto o más ligeros que los míos, de forma semiautomática, como si estuviera en su naturaleza correr por terrenos similares a ésos. Los que iban delante se estaban alterando, debido a que estaban cada vez más cerca de mí. No me quedó otra alternativa que salir a su encuentro, pues si los esperaba allí mismo corría el riesgo de caer al abismo. Cuando me di cuenta, ya los tenía encima.


Los pulmones me ardían, sentía un escozor incandescente en mi garganta, tenía los músculos de las piernas entumecidos y los brazos llenos de arañazos. El sudor cayendo por mi frente me cegaba cada dos por tres y cada vez había más condensación de personas y monstruos. Ya había perdido la lanza, así que hice aparecer mi segunda espada y estocada tras estocada me habría paso hacia mi objetivo. Justamente cuando alcé la cabeza para situarlo, vi como las flechas de los arqueros derribaban a unos pocos thures que empezaban a llegar a donde se encontraba él, que se defendía como podía en lo alto del penacho, al borde del abismo. Esta situación revivió mis ansias por llegar hasta él, así que tome fuerzas de la nada y continué cargando con más braveza que nunca contra aquellos que amenazaban nuestra paz.
Conseguí llegar a un punto más claro que el resto del terreno. Y desde ahí comencé a trepar verticalmente hasta la cima de la cresta. Así sería un blanco fácil para los arqueros enemigos, si los hubiera, pues si algo teníamos a nuestro favor era que habíamos acabado con los arqueros desde el principio debido a nuestra supremacía y letalidad en el ataque de largo alcance. Aun así, me costaba mucho seguir hacia arriba. Cada vez la subida era más adusta, no pensaba con claridad suficiente en mis movimientos y en más de una ocasión me llevé algún susto. El sudor me resbalaba por la cara y, en las manos, hacía que me resultara más difícil sujetarme con seguridad. Para cuando llevaba medio tramo, ya me había quitado la cota de malla que recubría mis piernas en un resalto sobre el que pude apoyarme, y la capa se me había desgajado. Tuve tiempo incluso para mirar hacia atrás y observé cómo seguían comiéndonos terreno. Nuestras tropas, cada vez más replegadas, empezaban a flaquear en fuerzas, y la resistencia estaba cediendo desde hacía ya mucho. No teníamos mucha esperanza. Agité la cabeza rápidamente para sacudirme esos pensamientos y me centré en mi escalada otra vez, ya me quedaba muy poco para llegar arriba.
Al alcanzar la cima de la cresta y, tras tomar una gran bocanada de aire, miré a mí alrededor y me quede perpleja. No había nada allí arriba, ni espadas, ni cuerpos, ni señales de batalla alguna. Los pensamientos empezaron a acumulárseme en la cabeza, todos de golpe, y me asusté de mí misma. Tenía miedo, miedo de todo. Pero como una luz en medio de la oscuridad, un reflejo captó mi atención. Al observar más detenidamente vi, tras unas rocas, unas espadas tiradas por el suelo y manchadas de sangre. Corrí hacia ellas y fue entonces cuando oí los ruidos provocados por el choque de las espadas. Miré hacia abajo y sobre una piedra extensa, cerca del final de la cresta, estaba él. Diez thures le presionaban, empujándolo cada vez más hacia el abismo. No tenía escapatoria y pronto caería si nada cambiaba la situación. Me armé de valor y, dando un salto decidido hacía las rocas, hice aparecer mis armas. Lo salvaría o moriría en el intento.
Caí tan cerca de uno de los monstruos que casi me desplomo debido a su pudor. Hice de tripas corazón, lo ensarté por la espalda, me liberé del cuerpo moribundo y encaré a otro. Para entonces ya tenía a varios pendientes de mí, lo que a él le daba un respiro. A partir de ese momento empezamos una lucha sangrienta, en la que estaba en juego mucho más de lo que yo pensaba.


Mis piernas, tan ateridas como estaban, ya no podían sostenerme. Mis brazos, débiles por el cansancio, comenzaban a ceder frente a sus golpes. Estaba rodeado, delante tenía a diez engendros sedientos de muerte; detrás, una caída libre que asustaría hasta al más valeroso caballero de la estirpe del rey. Intentaban presionarme para que cayera, esa había sido su estrategia desde el principio o, al menos, eso parecía. Comenzaron a atacarme tan pronto como me tuvieron al alcance. Tras acabar con una tercera parte de ellos poco a poco habían conseguido que retrocediera hasta tenerme entre la espada y el abismo. Al parecer, ellos no estaban tan cansados como yo, y podía notarlo en su cara, si es que se les podía decir así. Me miraban desde unos ojos rojos, endemoniados, en los que se percibía el mal en sí mismo. Eran criaturas casi desconocidas para nosotros desde que llegaron a nuestra tierra, momento en el que empezaron a atacar desordenadamente a algunos pueblos. Nos habían ido atemorizando y habían conseguido ponerles la piel de gallina a los gobernadores de la mayoría de aldeas. Decididos a acabar con ellos, se convocó un consejo extraordinario, en el que decidieron ir a la guerra, pero antes de que terminara dicha reunión, un mensajero del sur llegó, y tras advertirles de la disposición del sur a colaborar, decidieron que marcharíamos allí. Así que aquí nos tenéis, luchando tras ser emboscados, perdiendo casi desde el principio por inferioridad numérica y, para entonces, al filo de la muerte.
Todo parecía perdido, la desesperanza se empezaba a hacer presente entre los hombres y mujeres del norte y yo, solo en una cresta, batiéndome contra diez thures, estaba a punto de rendirme. Y en esa situación llegó a mi cabeza su imagen, tan clara como si la estuviera viendo en persona. Su piel blanca como la nieve recién caída de una nevada suave, sus cabellos castaños, lisos y deslumbrantes, toda ella frente a mí, cautivándome como la primera vez. Sentía un dolor profundo en el pecho que me hería hasta el alma, no la volvería a ver. No quería aceptarlo, pero estaba perdido. Iba a morir tarde o temprano y sería decepcionante para mis hombres, que tanto me había costado animar para la batalla, a los que tanto apreciaba. Mis guerreros y guerreras, tan valientes o incluso más que su capitán, y éste iba a morir por una caída vertiginosa. Y ellos lo harían casi sin duda, más tarde o más temprano. Todo estaba perdido. Habíamos sido unos ilusos al pensar que podríamos con ellos. Incluso con ayuda de los sureños, a un ejército tan numeroso es muy difícil vencerle.
Los brazos no aguantarían una sola estocada más, mis piernas flaquearon y, justo tras evitar un golpe certero, resbalé. Fue entonces que todo pareció cobrar sentido de nuevo. Como un ángel, apareció de la nada, cayó detrás de ellos y acabó con uno antes de que me diera tiempo a pensar en dónde me agarraría. Fue tal la alegría que brotó de mi interior, que las fuerzas resurgieron como resurge la naturaleza tras el invierno, solo que millones de veces más rápido. Me sentía vivo después de todo, y comencé a luchar como nunca hasta entonces.
Nos llevó largo rato acabar con todos ellos, pero juntos éramos prácticamente invencibles, al menos por tan pocos rivales. De vez en cuando, durante algunos giros, o tras bloquear algunas estocadas, nuestras miradas se encontraban, y sus ojos brillaban tanto o más que el sol, en lo alto de la bóveda celeste, incandescente y abrasador. Me inspiraban confianza y expresaban la alegría que sentía de volver a verme, tanta como la mía. Pronto llegó la hora del sufrimiento tras esa pausa, si así se puede nombrar, que reparó mis fuerzas y diezmó mi desesperanza. Una vez que acabamos con ellos no tuvimos tiempo ni siquiera para dedicarnos una palabra. Sonó un cuerno en lo bajo del valle, cuyo reclamo llegó hasta nuestros oídos e hizo temblar hasta nuestros huesos. Era el sonido de la derrota. Era el toque de retirada.                                                                              

No podía creerlo, tras tanto tiempo resistiendo mi cabeza no daba crédito a lo que había escuchado, a lo que todavía resonaba dentro de mi mente. Habíamos perdido. Todo por lo que habíamos luchado estaría ahora a su merced. No podía seguir allí arriba, tenía que bajar a como diera lugar, y cuanto antes. Me giré, y contemplé el rostro de aquella persona que más se había resistido a perecer. De la persona que había logrado que el pueblo siguiera la causa, que todos estuviéramos unidos en el peor de los momentos de nuestra historia. El hombre que más perjudicado saldría por esto. Sus rasgos expresaban la derrota. La luz del sol iluminaba un rostro oscurecido por la pena. Hacía que sus arrugas fugaces por su expresión fueran aun más profundas. Le brillaba la piel castaña, sobre la que comenzaron a aparecer sombras. Al mismo tiempo me percaté de que la luz del sol en mi cara también desaparecía de forma intermitente. Levantó la cabeza hacía el cielo, y yo hice lo contrario. Observé el campo de la batalla, surcado por sombras inmensas. Todos dirigieron la mirada hacia el cielo, y yo los imité, no antes de volver a mirarlo a él, cuyas facciones se había tornado de alegría. No comprendí lo que pasaba hasta que no contemplé el cielo. En un mar azul, sin nubes, y con el sol culminando en lo más alto, navegaban unos animales inmensos, ligeros como las plumas, recubiertos de un metal que de vez en cuando proyectaba los rayos del sol sobre nuestras caras. Entonces lo comprendí.
No habíamos perdido. Todo estaba aún por decidirse. Llegaron los refuerzos de mano de los dragones, bajo el mando de un viejo amigo de mi familia al que él conocía muy bien. Vhalen nos había encontrado y con él traía a todo un ejército de dragones alados, sus bestias favoritas; unos animales formidables. Pronto descendieron por el oeste, y comenzaron su devastadora acometida. Todo parecía cambiar de sentido. Nuestros hombres, abajo, saltaban y vitoreaban. Bautizaron a su salvador como Vhalen, “Alado del Oeste” y comenzaron a gritar su nuevo apodo a la par que iniciaron una embestida letal desde el lado oeste, dejando al enemigo entre unas bestias furiosas y unos hombres rabiosos.
Y él seguía a mi lado. Me giré y, posándole una mano el la mejilla, torné su rostro hacía mí. Me dedicó una mirada que jamás olvidaré, por lo cargada de significado que estaba, por lo inmensamente gratificante que fue. Abrí la boca lentamente, y de ella surgió un susurro en medio de la fogosidad de nuestros compatriotas: “Mithroln”.


Me giró la cara en medio del momento más feliz de mi vida, aunque no sería el último. Susurró mi nombre en medio del bullicio que formaron nuestros amigos, familiares y compañeros. Sentí la misma conmoción que ella y no tuve más que añadir, con un susurro, su nombre: Elizabeth.

Nos acercamos poco a poco y nos besamos con la mayor pasión y euforia hasta el momento. Ese momento que significó el comienzo de la libertad para muchos de nosotros.

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