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domingo, 9 de agosto de 2015

La presencia.

Caminaba por un pasillo mal iluminado por antorchas colgadas cada pocos metros en las paredes. El ambiente estaba cargado por el humo que desprendían, lo cual hacía que su funcionalidad allí quedara en entre dicho, pues se entorpecía el resplandor de las llamas. El techo era lo suficientemente alto como para no prenderse por culpa del fuego, pero tan bajo que incrementaba la sensación de soterramiento.

No sabía cómo había llegado allí. Lo último que recordaba era estar caminando por un suelo de tierra pisada hacía un túnel, y al entrar se había encontrado con aquel panorama. Aun así no le quedaba más remedio que seguir. Algo le decía que debía hacerlo. El suelo crujía bajo su peso, hecho de maderas mal unidas entre sí. De vez en cuando algún madero sobresalía de los demás, y le hacia tropezar. En una de esas, estuvo a punto de tirar una antorcha al suelo al chocar con ella al buscar apoyo en la pared para no caer.

No sabía cuánto tiempo llevaba andando. Sus pasos resonaban a lo largo de aquél sitio, hasta un fondo que no parecía llegar. Le escocian los ojos. A aquellas alturas, sus manos estaban más ocupadas en frotarselos que en evitar las caídas. Por esta razón, su avance era lento y torpe, dando tumbos de un lado para otro.

Súbitamente, percibió un cambio en el aire que le hizo apartar las manos de la cara para poder ver. El techo del túnel estaba cada vez más alto, lo que hacía que el humo fuera cada vez menor a la altura de su cabeza. En consecuencia de este bien recibido cambio, comenzó a avanzar más deprisa. No tardó mucho en llegar a una zona en la que el túnel dejaba de serlo, al desaparecer el techo.

El cielo estaba oscuro. Se percibían las sombras de las nubes, recortadas por lo que sin duda era la luz de las lunas tras ellas, blanca y azul. Miró en torno así y pudo comprobar que las paredes seguían estando allí, pero ya no habían antorchas. Retrocedió hasta donde se encontraba la última de ellas, y la extrajo de su lugar.

Al iluminar hacia delante, levantándola cuanto pudo, vio que a unos metros el suelo de madera volvía a ceder paso a la tierra pisada. Continuó andando con una extraña sensación a caballo entre la calma por haber abandonado aquél túnel y la ansiedad por no tener claro dónde se encontraba. De pronto, se preguntó qué hora sería. No podía adivinarlo por la posición relativa de cada luna respecto a su antítesis, pues las nuves no dejaban ver donde estaban exactamente.

Presa de una ansiedad cada vez más intensa, continuó avanzando por aquel pasillo descubierto.

Llegado un momento, percibió a lo lejos una tibia luz amarillenta que titilaba cercana al suelo. De pronto, sintió como si todo su alrededor, el aire que lo rodeaba, la madera de las paredes, la tierra del suelo, lo observaran. Tenía la sensación de que esa materia estaba siendo alterada. Lo notaba en su piel, lo notaba en su respirar, incluso algo en su mente le transmitía esa sensación.

No supo cómo, repentinamente una figura apareció en su mente, junto a un fuego. La figura estaba sentada sobre sus rodillas, oscura toda ella cubierta por una especie de manto con capucha. Se le heló la sangre cuando en la capucha, unos ojos dorados se habrieron en medio de la negrura y se clavaron en él.

La cama estaba empapada en sudor frío cuándo se despertó. Todavía tenía clavados en la retina aquellos ojos dorados. Pero todo a su alrededor había cambiado. No había oscuridad, no había tierra pisada. No había pasillo. No había fuego. No había figura. Estaba en su confortable habitación, situada en su reconfortante casa, en una calle secundaria de su pueblo natal. Y sin embargo, notaba la presencia de un ser totalmente distinto a cualquier cosa que hubiera visto en su corta existencia. La notaba a un par de docenas de kilómetros, en las montañas.

viernes, 15 de mayo de 2015

Ay.

Se sintió desfallecer en ese momento. Fue como si todas las precauciones que había tomado a lo largo de su entrenamiento, de sus prácticas, de su vida en sí, no hubieran servido para nada.

Se sintió desfallecer en ese momento y todo lo que le rodeaba se tornó borroso. De pronto sabía donde estaba pero no era consciente de ello. Todavía le resonaban en la cabeza.

Se sintió desfallecer en ese momento y la caída parecía no tener fin. El basto vacío que se extendía bajo sus pies era inabarcable a la vista. Un espacio indefinido que lo esperaba impasible, casi desganado.

Se sintió desfallecer en ese momento, en que ella pronunció esas palabras, y todos sus miedos volvieron a la superficie. Volvieron a donde hacen daño. Volvieron a donde les era más fácil atormentarlo.

Se sintió desfallecer, en ese momento. Solo.

Cuervos.

El viento levantó polvo del yermo suelo. El hedor se introdujo por sus fosas nasales como una enfermedad letal entra en un cuerpo débil. A sus ojos acudieron lágrimas en respuesta a aquel desagradable estímulo.
A su alrededor reinaba el silencio, raramente interrumpido por algún graznar de cuervo. Cuervos. Había centenares. Cubrían toda la superficie del pequeño rellano. Si sabía lo que había debajo de ellos es por que lo había provocado él.

El sol se había ocultado tras las montañas, habían pasado las horas de más calor. Y de ahí el intenso olor que emanaba de los cuerpos. Yacían desordenadamente por el suelo, cada uno cubierto de inmensos cuervos negros que se alimentaban de la carne.

Cerró los ojos de nuevo y se concentró. Primero dejó de hacer caso a los graznidos. Después dejó que el viento quedara en segundo plano. Poco a poco, su consciencia lo iba abandonando. Ya no era él. Al menos, no era él en un recipiente físico. Ahora era él libre entre todo lo que lo rodeaba. Dejó que la sensación de fluidez lo embargara. Dejó que su esencia se mezclara con la de los árboles, con la que abandonaba los cuerpos y se apegaba a lo que había en los alrededores. Rápidamente se concentró en atraerla. Notó un leve cambio en la dirección del viento. Se empezó a levantar un ciclón y él era el centro.
La energía, al principio caótica, iba cediendo paso al orden, siguiendo unas directrices, avanzaba hacia su cuerpo inmóvil, sentado sobre una gran roca, cerca de uno de los despeños que se alzaban hasta la cima de la montaña.

La escena era digna de admirar desde el borde del precipicio, junto al sendero que llevaba a aquél rellano en la montaña. Al fondo, la pared gris, escarpada. El suelo, cubierto de grandes pájaros negros que de vez en cuando lanzaban tripas y trozos de carne y piel por los aires en su afán de comer. Y en el centro estaba él. Quieto, imperturbable. Pero él no estaba ahí. Sí su cuerpo, pero su consciencia lo había abandonado y se encontraba más abajo, observando el centenar de hombres que se disponía a ascender por el accidentado sendero.